El país de los vendavales
No se siente el calor en el subte. Somos pocos en el vagón y el aire acondicionado funciona bien. Yo, que vuelvo a casa contenta, canturreo “Fera Ferida”, de Roberto Carlos. En mi portugués chapucero entono con insistencia dos versos que me gustan particularmente: “Eu sei que flores existiram/ Mas que não resistiram/ A vendavais constantes” (“Yo sé que existieron flores, / pero no resistieron los vendavales constantes”).
Me parecen de una tragicidad perfecta. Un ser que supo guardar en su alma dones hermosos que luego las miserias le arrebataron. Pienso en personas que conozco, en el brillo que les vi perder tras un duelo espantoso o décadas de sometimiento a un trabajo de mierda. Pienso en Lennox, el amigo del detective Marlowe en El largo adiós, de Chandler. Cuando Marlowe se siente decepcionado ante su comportamiento entre inmoral e indiferente, Lennox admite las acusaciones de su amigo y se justifica: “Cuando los nazis me torturaron, algo en mí se rompió”.
Mientras bajo del subte y me encamino a tomar el tren –ahora el calor se siente un poco más—, pienso que quiero escribir sobre el impacto del mundo en el alma. En un sentido profundo, me digo, de eso se trata el realismo artístico: la representación de las relaciones complejas, sutiles, a veces impredecibles y muchas veces tremendas entre los seres humanos y su medio (vale decir: su entorno natural, social, cultural, sus vínculos con otros seres humanos). Me entusiasmo con mi proyecto de escritura. Decido citar a Erich Auerbach, que compara los héroes homéricos y los bíblicos. Los primeros, dice, mantienen una condición principesca incluso en las circunstancias más atroces; los segundos, en cambio, son capaces de caídas más hondas, de ser tentados y rendidos por el mundo, lo que vuelve más conmovedora su redención. Intuyo que en esa oscilación pendular que Auerbach advierte en los personajes bíblicos está la base del realismo sobre el que quiero escribir.
Lástima que no tenga su libro conmigo. Aunque a decir verdad, así lo trajera, tampoco podría leerlo en el tren. Hace calor y hay mucho ruido. Ya no es la hora pico, pero viajan muchas personas. Es el primer tren que sale en bastante tiempo y la gente se acumuló en la estación. Tarda en salir de Once. Apenas lo hace, unos nenes se ponen a cantar un rap que anuncia el Apocalipsis. La pareja que viaja dormida delante de mí se despierta. Los nenes recorren el vagón; piden un aplauso y una colaboración. Pasan después otras personas: un enfermo de HIV que cuenta su historia, un vendedor de alfajores La Recoleta, otro nene que se para frente a los asientos y pregunta: “¿no tenés diez pesos?”, un hombre que, sin hablar, da a cada pasajero una fotocopia en letra manuscrita en la que explica que está sin trabajo y tiene tres hijas.
Constato lo que ya advertí otras veces: después de la pandemia, hay más gente pidiendo en el transporte público. Más nenes con ropa varios talles más grande o más chica que el suyo. Y también más gritos. Más miradas perdidas. Más rostros desencajados. Más hostilidad y más tristeza.
¿Qué pasa, me digo, cuando la oscilación pendular en la que pensaba hace un rato no existe, cuando tras la derrota no hay redención sino caída en picada? Cuando algo se rompe, como le pasó a Lennox. Me acuerdo de algo que dijo Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz: “Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones o su habilidad no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo”. ¿Cuántos, en este tiempo, la habrán visto?
En Villa Luro el tren se detiene. Pasan cinco minutos, diez, quince, y no vuelve a arrancar. Pasa media hora y la situación es la misma, salvo que desde los altoparlantes se dejó escuchar un anuncio que no se entendió con claridad. Nadie podría asegurar si oyó la palabra “cancelado” o “demorado”. Alguna gente camina dentro del tren, va y viene; de vez en cuando putea. Otros se bajan y esperan en la plataforma. La mayoría nos quedamos sentados.
Con la misma imprecisión del anuncio, llega un rumor de los últimos vagones: “Van a incendiar el tren”. Me bajo. Me acerco a un grupo de personas que está tratando de dilucidar la razón de la demora leyendo noticias en sus celulares; les pregunto si saben dónde para el 136. Un muchacho me dice que cerca y me pregunta a dónde voy. “A Castelar”, le respondo, y me considera afortunada: él tiene que viajar hasta Luján. Me dice que ni lo piense, que me tome el colectivo. Le hago caso. Una mujer que va para Padua decide venir también.
Cuando nos acercamos a Rivadavia, vemos que está cortada. La policía a la que le preguntamos nos habla de “evitar una incidencia” y nos indica vagamente que doblemos a la derecha. Caminamos, entre algún fuego tímido en mitad de la avenida y bares atestados de gente en las veredas. La mujer me cuenta que trabaja en una agencia de quiniela en Floresta y que tiene dos hijos. Que esta semana volvió de las vacaciones y que todos los días está viajando mal. Que en un principio se negó a admitirlo, pero que ahora se le hace evidente que este va a ser un año complicado.
Pasadas unas cuadras, el corte se termina. Encontramos una parada, aunque no sabemos de qué colectivos. Nos quedamos. Pasa uno que va para Liniers y la mujer de Padua se lo toma. Para mí no le conviene. Le deseo suerte. No nos dijimos nuestros nombres. Pasa el 1, que termina en Morón. Lo tomo. Por Haedo, el chofer para el colectivo. Nos dice que nos subamos al de atrás. Lo hacemos. En los asientos de adelante hay un bebé que tiene la cara hinchada y llora. En Morón cruzo la estación y tomo el 153. Hace calor. Antes de bajarse, una señora me dice que tenga cuidado, porque “en el colectivo hay muchos chorros”.
Cuando bajo en Castelar y camino tratando de evitar las calles muy oscuras, ya no pienso en escribir mi tratado sobre el realismo. Pienso en escribir esto, aunque no sé muy bien para qué. De nada le sirve al que se rompe que los que están más o menos enteros escriban sobre él, me digo. Pero es obligación de los que estamos más o menos enteros hacerlo, me digo también. Dudo. ¿Para qué sirve que escriba esto, más que para lavarme la culpa de haberle huido con prevaricación y habilidad al monstruo que otros vieron de frente? Me respondo con el ejemplo de Primo Levi. Me río de mí misma por compararme con él.
Y llego así a la más abrumadora de todas mis reflexiones: la razón principal por la que, a diferencia de otros, mi testimonio me resulta estéril no es mi menor involucramiento con lo que narro ni mi peor calidad literaria. Es otra, más honda y más terrible.
Para que el testimonio de una situación horrorosa tenga sentido tiene que haber una comunidad que lo reciba: un grupo cohesionado por cierto sentido colectivo dispuesto a mirar su horror y tratar de hacer algo con él (decirlo, entenderlo, repararlo). Y lo más descorazonador que percibí en mi viaje es la ausencia de ese sentido comunitario, la impresión de que algo está a punto de romperse, o, mejor dicho, ya está roto, y falta nomás que un soplido cualquiera separe las partes que solo la inercia mantiene en aparente unión.
Pienso que así como los seres humanos nos rompemos, también los países lo hacen, que a fuerza de vendavales pueden convertirse en un manojo de gente asustada que sube y baja de vehículos imprevisibles y al caminar lanza miradas esquivas, como huyéndole a la Gorgona.
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