Argentina, 1985: la Marsellesa de Cornudet
"Bola de Sebo" es uno de los cuentos más famosos de Maupassant. Acaso, lector, recuerdes la historia, pero por las dudas refresquémosla: en la Francia ocupada por los alemanes tras la guerra franco-prusiana, un grupo de franceses busca trasladarse de una ciudad a otra gracias a un salvoconducto. Hay entre ellos una prostituta, Bola de Sebo, que recibe un desprecio mojigato y casi unánime. Pero sucede que a mitad de camino, en una posada, un comandante alemán se niega a permitirles seguir el viaje, a menos que Bola de Sebo acceda a pasar la noche con él. La joven, que es fuertemente patriota, no quiere, pero sus compañeros de viaje se vuelven de repente melifluos con ella y, aludiendo al deber altruista, la convencen. Tras el encuentro entre Bola de Sebo y el militar alemán, el grupo reemprende el viaje, y lo hace redoblando su hijadeputez, pues vuelve a tratar a la muchacha con desprecio.
Entre los viajeros va Cornudet, un tipo de clase media e ideas más o menos revolucionarias. Exceptuando a Bola de Sebo, es el único del grupo que no pertenece a los sectores más privilegiados y conservadores de la sociedad. Es también el único que desde el principio del cuento no muestra animosidad hacia la muchacha. Sin embargo, al final, es partícipe de la humillación y la indiferencia en la que todos sumen a la protagonista. A la hora del almuerzo, todos sacan sus viandas y nadie, incluido Cornudet, le dirige la palabra o le convida algo a Bola de Sebo, que no llegó a proveerse de comida. En lugar de tener algún gesto de amabilidad hacia su compañera de viaje, Cornudet se dedica a cantar la Marsellesa para demostrar cuán revolucionario es.
Tengo para mí que la Marsellesa es a Cornudet lo que Argentina, 1985, al imaginario de las clases media y alta progresistas: un bien simbólico, política y estéticamente inocuo, con el que tranquilizar la conciencia.
El film se centra en las historias individuales de Moreno Ocampo y, sobre todo, de Strassera. Poco hay de la labor de investigación de los organismos de derechos humanos, previa a la del equipo de trabajo de los fiscales e indispensable para el desarrollo del juicio. Nada hay sobre conflictos de clase: ninguna mención al hecho de que la mayoría de las víctimas de los crímenes que los fiscales investigan pertenecía a la clase trabajadora, ninguna referencia a los intereses económicos que los militares juzgados defendieron, para dejar al país sumido en una hecatombe que ya era visible en el año en que se sitúa la película pero a la cual tampoco se alude de manera alguna.
Ahora bien, una película centrada en historias individuales puede ser interesante, en la medida que esas historias sean movilizadoras y potentes, y presenten preguntas y contradicciones relativas a la condición humana o al contexto en que los personajes se sitúan. Nada de esto ocurre en el film de Santiago Mitre. Las contradicciones de los personajes --y las contradicciones en general-- se evitan o se tratan con suma liviandad. No hay alusiones a los como mínimo dudosos derroteros que tomaron los fiscales después de su participación en el Juicio a las Juntas. Sobre la actuación de Strassera como parte del Poder Judicial en la dictadura y sobre la pertenencia de Moreno Ocampo a la clase social que se benefició con ella, hay unas mínimas referencias que se resuelven en un diálogo pretendidamente filoso pero más bien superficial. Los personajes se acusan mutuamente de haber sido en cierta medida cómplices, al menos por omisión, del gobierno militar. Ante las acusaciones del otro, ambos afirman que pueden dar cuenta de sus acciones. Afirman que pueden hacerlo pero no lo hacen; suena un teléfono, la cosa queda ahí y se pasa a otra escena.
La evasión de las contradicciones, de la profundidad y de la complejidad es el rasgo definitorio de la película. Y se le nota mucho, porque trata un tema que es contradictorio, profundo y complejo. Cada vez que el relato se aproxima a una cuestión densa, la cancela rápidamente --como en el ejemplo anterior-- o la ameniza a fuerza de chistes, referencias musicales a la época, escenas de intimidad familiar o alusiones pretendidamente cómicas a "los fachos", a los que se menta seguido pero con vaguedad, sin decir quiénes ni qué son. Tómese otro ejemplo: cuando los jueces emiten la sentencia, que solo condena a cadena perpetua a unos pocos acusados, da penas muy leves a algunos y a otros directamente los absuelve, la cámara no se detiene más que un minuto en mostrar la desazón de Strassera --y la de nadie más--, pero el fiscal rápidamente es reconfortado por las palabras de aliento de su hijo, a la par que al espectador se lo reanima con un paneo de la ciudad de Buenos Aires con rock argentino de los ochenta como música de fondo.
Para concluir, Argentina, 1985 adolece de un error a la vez estético y político: la tibieza. Paradójicamente (o no) es su falla lo que la ha catapultado al éxito.
Es que, al construir un relato, se construye también a su espectador ideal. Y el de esta película es alguien que, como Cornudet, quiere jugarla de comprometido sin comprometer nada, ni su emoción ni su inteligencia ni su conciencia. En otras palabras, este film se ajusta a un espectador que ve la película solamente para confirmar lo que ya piensa, a saber: que los milicos son malos; que los fachos son malos; que los conflictos sociales pueden ser entendidos como una oposición entre quienes no son fachos y quienes sí lo son, independientemente de cuestiones de clase; que, salvo los fachos, la parte de la población argentina que apoyó a la dictadura lo hizo solamente porque estaba desinformada; que, salvo los fachos, la parte de la población argentina que ocupaba posiciones de cierto poder --como Strassera-- y fue complaciente con la dictadura lo hizo porque no le quedaba otra; que, salvo que sean fachas, incluso las viejas oligarcas y chupacirios --así es representada la madre de Moreno Ocampo-- pueden redimirse, en la medida en que "tomen conciencia de lo que pasó" y se arrepientan; que si acaso él, el espectador, o alguien de su entorno apoyó a la dictadura o fue complaciente con ella, lo hizo porque estaba desinformado y no le quedaba otra; que él, el espectador, no es facho y por ende es bueno, y se redime de las culpas que acaso tuviere al ver una película que hace tomar conciencia de lo que pasó.
Vale aclarar: cuando digo "la película confirma lo que el espectador ya piensa", no me refiero necesariamente a datos históricos. Puede ser que el film brinde o refresque información olvidada o ignorada por alguien, pero muy difícilmente conmocione, plantee preguntas o haga dudar a persona alguna de sus convicciones.
Decía Shklovsky que el arte es visión y no reconocimiento. Argentina, 1985 se empeña en contradecir esta premisa, a fuerza de decir una y otra vez lo que cierto progresismo liviano quiere que le digan.
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