Sobre Salomé y El fantasma de Canterville

 

Pienso en dos textos de Oscar Wilde que se me presentan como espejos invertidos: El fantasma de Canterville y Salomé.
En ambos hay un contraste entre un ambiente de frivolidad (la vida utilitaria de los Otis en el castillo de Canterville, el festejo decadente de Herodes y su corte en el palacio) y una presencia disruptiva (el fantasma y Juan Bautista, respectivamente). Los dos pertenecen a otro mundo y a otro tiempo: el pasado irremediablemente perdido de la nobleza renacentista del que el fantasma es un nostálgico portavoz y el tiempo nuevo de Cristo que Bautista profetiza. Los dos chocan contra un entorno incapaz de comprenderlos, salvo una joven virgen que sí es receptiva a ellos: Virginia es la única Otis con la sensibilidad suficiente para compadecerse del fantasma; Salomé se enamora obsesivamente del profeta. Y las dos jóvenes conducen a esa presencia extraña hacia la muerte. Virginia permite que la maldición que pesa sobre el fantasma se rompa y este pueda tener un descanso definitivo; Salomé pide a su padrastro la cabeza de Juan Bautista sobre una bandeja de plata. Y al final las dos parecen haber aprendido lo mismo: "El fantasma me enseñó el misterio de la Vida y de la Muerte, y por qué el Amor es más fuerte que las dos", dice Virginia a su flamante marido; "El misterio del Amor es más grande que el misterio de la Muerte", clama Salomé ante la cabeza de su amado.
Y a pesar de las similitudes, qué distintos los dos textos, qué diferentes el tono y los destinos de los personajes. Siguiendo esta línea, vale detenerse en el valor simbólico opuesto de un mismo elemento en las dos obras: la supuesta sangre de la esposa del fantasma es borrada por el mayor de los hermanos Otis, entusiasmado por poder probar las bondades de un detergente; la sangre de un joven que se suicida y en la cual se resbala Herodes es un presagio de las muertes atroces que sobrevendrán. Qué delgada la línea entre lo cómico y lo trágico, entre la dicha y la desdicha.
Escuchaba ayer a un músico decir que en el Don Giovanni, de Mozart, cuando el protagonista está en plenos bríos amorosos canta en re mayor; en cambio, cuando la muerte viene a buscarlo la tonalidad es re menor. Ha de ser así: a Eros y Tánatos no los separa más que un semitono

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