Las máquinas de Pietrochiodo. Algunos apuntes sobre la polémica en torno a 𝐶𝑜𝑚𝑒𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎

                          Escrito en diciembre de 2024 


𝐸𝑙 𝑣𝑖𝑧𝑐𝑜𝑛𝑑𝑒 𝑑𝑒𝑚𝑒𝑑𝑖𝑎𝑑𝑜 es una novelita preciosa de Italo Calvino. Cuenta la historia de Medardo, joven vizconde de Terralba, que va a la guerra contra los turcos y es partido al medio de un cañonazo. Desde entonces, sus dos mitades viven de forma independiente. Una es infinitamente buena; la otra, malvada en igual medida. Al volver de la guerra, es el Medardo malo quien asume el gobierno. Lo hace con una crueldad atroz, al punto de inventar ingeniosas horcas que pueden matar a una docena de hombres juntos e instrumentos de tortura que hacen confesar lo que no se sabe. Encarga la construcción de estos elementos a Pietrochiodo, un carpintero que trabaja obligado, con tanta destreza como culpa. Entretanto, el Medardo bueno, que no gobierna, amonesta al carpintero, diciéndole que debería dedicarse a construir máquinas provechosas para la gente. Cuando Pietrochiodo le pregunta qué podría construir, Medardo el bueno describe un artefacto que es a la vez piano, horno y molino, para darle pan y música al pueblo. Por supuesto, se trata de algo imposible de realizar. 

Tal como el Medardo bueno, quienes nos llamamos de izquierda, progresistas, del campo popular, etc., nos comportamos muchas veces como un espejo de la derecha, solo que bienintencionado y menos efectivo. Ambas cosas, nuestra semejanza con la derecha y nuestra menor efectividad, se hacen evidentes en algunos eventos relacionados con la polémica sobre la inclusión de 𝐶𝑜𝑚𝑒𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎 y otros libros en la colección Identidades Bonaerenses.

Antes de seguir, aclaro: cuando digo que la derecha es más efectiva, por supuesto no me refiero a que sea más competente para la función pública, sino a que tiene más puntería para hacer lo que se propone, especialmente comunicar. 

Detengámonos ahora en dos respuestas al ataque de Villarruel y compañía: un posteo de Kicillof en Twitter y la lectura colectiva de  𝐶𝑜𝑚𝑒𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎 en el teatro Picadero. El posteo del gobernador consiste en una foto suya leyendo la novela de Reyes, y un mensaje que dice algo como: “Qué lindos los domingos de lluvia para leer buena literatura argentina. Sin censura”. El evento en el teatro consistió en la lectura en voz alta del libro, llevada a cabo por escritores y otras personalidades de la cultura. 

En ambas respuestas hay algo más de pose que de postura. En ambas hay una semejanza con la derecha: la apelación a un imaginario subjetivista, en el sentido más reaccionario del término, en desmedro de lo público. En ambas, ante una discusión que afecta a estudiantes, padres y docentes, se exaltan o bien lo personal, o bien los intereses de un grupo pequeño.

En el posteo, el gobernador no defiende el legítimo derecho suyo y de sus funcionarios a decidir y ejecutar su política educativa, derecho puesto en cuestión por la vicepresidenta. Por el contrario, expone una escena de su vida privada y reivindica su derecho a ejercer su gusto personal como lector, derecho que nunca le fue cuestionado. 

En el caso de la lectura en el Picadero, se reivindicaron principalmente los derechos de los escritores, de todos en general y de Dolores Reyes en particular. Antes de poner el acento en el derecho de los funcionarios y docentes –claros blancos de la embestida del gobierno nacional— a decidir el currículo sin ser acusados de delincuentes, los escritores defienden a los escritores, aunque ellos no fueron los principales atacados.  

Eso nos lleva a la siguiente cuestión: el llamado a luchar contra la censura, presente tanto en el acto como en el posteo. No se puede hablar de censura en este contexto, salvo que la entendamos en un sentido muy restringido, es decir, como el intento de limitar la circulación de una obra en un ámbito específico, en este caso, la escuela. Se puede entender la palabra así, desde luego. Ahora, en la acepción social más aceptada del término –como prohibición total o fuerte limitación de la circulación de una obra--, no la hubo. Los tuits de Villarruel no mencionan a la autora, ni cuestionan la presencia del libro en las librerías ni en las bibliotecas que no pertenecen a las escuelas. De hecho, esos tuits favorecen la circulación de la obra, pues reproducen fragmentos de ella.

Independientemente de la disquisición semántica, si se quiere, acerca de qué entendemos por censura, responder a los ataques del gobierno nacional y de los medios centrándose en la lucha contra ella no es la forma más efectiva de interpelar a los estudiantes bonaerenses, a sus padres y a los docentes, que son las personas involucradas en este conflicto, aquellos a los que se debería apuntar como interlocutores. La inmensa mayoría de esa gente no hace suya la causa de defender la libertad de expresión de una autora que no parece estar coartada para expresarse. 

Acá vemos cuán ineficientes somos para comunicarnos. Ante una discusión pública que afecta a gran parte de la sociedad, sacamos a relucir palabras caras al imaginario progresista, pero que no describen la situación real con precisión ni son igual de convocantes para el resto. 

Villarruel no tiene la sofisticación de Medardo el malo; sus asesores no cuentan con la destreza de Pietrochiodo. Su maquinaria es de lo más berreta; sin embargo, funciona. Apela a quien tiene que apelar: los padres más conservadores se sienten respaldados por los tuits de la vicepresidenta; otros, medio desorientados, se preocupan por qué cosa les estarán enseñando a sus hijos; a más de un docente se le cruzará el tuit por la cabeza antes de decidirse a dar a leer un libro. Nuestra estrategia, por su parte, se parece a las ensoñaciones del Medardo bueno, más atentas a un ideal que a una realidad, incapaces de llegar a las personas.  

Ahora bien, ¿cómo hacer una máquina que nos funcione? La respuesta me excede por lejos, pero un posible camino es el de abrirse a las discusiones que es necesario dar, con los interlocutores con los que es necesario darlas. 

En este caso, la defensa al derecho de los funcionarios y docentes a elegir libremente un corpus literario no debería impedir la discusión sobre qué obras leer en la escuela y por qué, discusión que atañe también a estudiantes y padres. Algo de esa discusión ha sobrevolado esta polémica. Y algunos de los argumentos esgrimidos nos llevan otra vez a preguntarnos hasta qué punto no nos parecemos a la otra mitad de Medardo. ¿No es funcional al neoliberalismo la constante reivindicación de identidades fundadas en la pertenencia a grupos relativamente pequeños –como lo es la pertenencia a una zona de una provincia—? ¿No se socava así la posibilidad de identificación con grupos más amplios –como la clase—y, por ende, la posibilidad de que esos grupos más amplios se organicen? ¿Los elogios a 𝐶𝑜𝑚𝑒𝑡𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎 por “el mensaje que transmite” no son tan moralizantes como la indignación sobreactuada de Villarruel? ¿Acaso el “con los niños no te metas” de su tuit no subestima y estereotipa a los adolescentes tanto como el “nuestros pibes y pibas del conurbano”?

A propósito: si no fuera por esa inmoralidad de partir gente al medio, 𝐸𝑙 𝑣𝑖𝑧𝑐𝑜𝑛𝑑𝑒 𝑑𝑒𝑚𝑒𝑑𝑖𝑎𝑑𝑜 sería un excelente libro para las escuelas secundarias.


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